Cuando Octavio Augusto se hace con el poder en Roma, apenas quedaban restos de la organización territorial céltica en el valle medio y alto del Ebro. Tras casi dos siglos de dominación, los romanos acabaron implantando un nuevo sistema que basado en la intervención de los órganos de gobierno de la provincia, sustituyó al indígena. Las tierras riojanas pertenecían, como ya se ha indicado anteriormente, a la provincia Citerior o Tarraconense y, dentro de ella, al convento Cesaraugustano, una de las siete divisiones en que se dividía esta extensa provincia. El mando provincial lo ejercía un gobernador que residía en Tarraco (Tarragona), la capital. Era ayudado por tres legados, uno de los cuales mandaba las tropas desplegadas en esta zona.
Durante la primera etapa del Imperio el territorio se organizaba en torno a las ciudades. Los romanos concedieron privilegios a quienes habían colaborado con ellos en la etapa de la conquista, creando importantes diferencias entre las distintas ciudades. Así, a las que habían mostrado su adhesión desde el principio, se les premió con la máxima categoría urbana: la de municipio. Por el contrario, las que se resistieron a la conquista fueron consideradas como estipendiarias, es decir; estaban obligadas a pagar un tributo o stipendium. Junto a estos dos tipos se encontraban también las colonias, que eran comunidades de nueva creación formadas generalmente por veteranos del ejército, a los que se les repartían tierras para que se instalaran en ellas como premio a sus servicios, y los oppidum, enclaves militares que todavía no habían alcanzado la condición de colonia.
La ciudad de Calagurris (Calahorra) se vio recompensada por su fidelidad en la guerra sertoriana y posiblemente, para el año 30 a.C habría recibido ya la categoría de municipio. A partir de ese momento se convirtió en el principal núcleo del área riojana y en uno de los centros de las actuaciones romanas en el valle medio y alto del Ebro.